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jueves, 7 de octubre de 2010

La tumba del arroyo Toledo

A principios del siglo XIX, la zona del arroyo Toledo disfrutaba una calma impensada en estos días, a pesar de que sus aguas, entre Montevideo y Canelones, siguen guardando cierto encanto rural. Por aquellos tiempos, al costado del arroyo, vivía un estanciero que se dedicaba al tráfico y comercio de esclavos llegados de África.
Los esclavos, mercancía legal en aquel tiempo, solían recorrer encadenados un largo trecho a la vera del arroyo, haciendo el camino entre dos haciendas. Durante el recorrido arduo, los negros caminaban bajo los rayos del sol y la mirada atenta de un capataz blanco, que solía someterlos a destratos de acuerdo a los cambios en su temperamento.
En uno de esos recorridos viajaba un esclavo que llevaba sobre su cuerpo más grilletes de los demás. Se trataba de un personaje particularmente rebelde, que había tenido problemas con sus patrones en más de una ocasión a causa de su naturaleza conflictiva. Durante uno de esos largos “paseos”, cuando la siniestra comitiva iba a la altura de lo que hoy es el kilómetro 6 del Camino del Andaluz, el capataz golpeó con violencia a una joven esclava que caminaba con excesiva lentitud para su gusto.
El negro, ciego de furia, no pudo tolerar el abuso: levantó sus cadenas y grilletes, se acercó por detrás a su patrón y lo estranguló con los propios hierros. Tras cometer el asesinato, el esclavo pudo ver en un pantallazo el futuro que lo esperaba: la tortura, el confinamiento y probablemente una muerte dolorosa. No lo pensó dos veces. Corrió hasta un promontorio de rocas altas, con los brazos y cadenas en alto, y se zambulló en un ojo de agua que se forma en esa parte del Arroyo Toledo.

Tanto sus compañeros como los empleados del estanciero esperaron ver resurgir su figura en la superficie del arroyo. El negro, quizá resistiéndose a una perspectiva de vida entre grilletes –o por el propio peso de las cadenas- no volvió a salir a la superficie.
El curso del arroyo ha cambiado bastante en estos doscientos años, pero tanto las altas rocas como el ojo de agua siguen estando allí, desafiando el paso del tiempo. Hasta hace no tanto tiempo, los jóvenes más aventureros solían arrojarse desde el peñón hasta la superficie, jugando a sumergirse en lo más hondo.
Desde el siglo XIX, la leyenda narra que quienes se zambullen en las profundidades del arroyo logran ver una sombra humana. Si prestan suficiente atención, pueden oír el ruido amortiguado de unas cadenas, las mismas que la memoria de un hombre hace sonar desde hace casi doscientos años, como símbolo de una muerte liberadora y preferible mil veces a una vida entre cadenas.
(Gracias Guillermo)

La decapitada del Timote

Molles del TImote, una localidad del departamento de Florida, solía ser en las primeras décadas del siglo XX una zona calma y con características eminentemente rurales: mucho campo, pocos pobladores y una ausencia casi completa de construcciones.

La tranquilidad de la pequeña localidad se vio conmovida en aquella época por un crimen pasional, protagonizado por una pareja que, como suele suceder en los pueblos chicos, era muy conocida entre los habitantes del lugar. Su flamante casamiento, fresco en el recuerdo de los concurrentes de Molles de Timote, poco hacía prever los sucesos que impactaron al pueblo poco después.
Una noche, el esposo descubrió que su mujer lo engañaba con otro joven del pueblo, con el que se carteaba con frecuencia; haciendo honor a su fama de hombre temperamental, el hombre esperó a la mujer hirviendo de rabia y celos. Cuando cruzó el umbral no pudo contenerse y, tras obtener la confesión de su esposa, le decapitó a golpes de pala, ciego de ira. Más tarde, al comprender cabalmente lo que había hecho, el asesino intentó ocultar las evidencias del crimen monstruoso. Pudo encargarse de la cabeza de la finada -un objeto maniobrable por su tamaño- al enterrarla sin dificultades en el fondo de la casa: el cuerpo, sin embargo, requería un trabajo más arduo. Desesperado, envolvió con cuerdas a aquel peso muerto que había sido su esposa y le ató piedras para que actuaran a modo de lastre. Cargó el fardo hasta el arroyo Los Molles, que corre en esa localidad, y arrojó el cuerpo al agua con la esperanza de que se hundiera para siempre. La forma en que la difunta esposa delató el crimen de su marido, sin embargo, fue mucho más escalofriante de lo que hubiera podido imaginar el propio asesino.

Desde las épocas de aquel fatídico día hasta nuestra época, la decapitada del Timote emerge del agua en una forma poco convencional. Quien cabalgue de noche por la zona y desee cruzar el arroyo Los Molles en forma segura, no debe nunca mirar hacia atrás: cuando los cascos de los caballos tocan el agua, la mujer sin cabeza se sube suavemente a las ancas del animal y acompaña al jinete hasta llegar a la otra orilla. Allí, la decapitada desciende silenciosamente y desaparece en la superficie calma de Los Molles, sin hacer un solo ruido ni dañar al valiente que le permite gentilmente compartir el caballo en ese breve trecho. Quienes osan mirar hacia atrás por curiosidad, sin embargo, sucumben al terror y comparten el trágico destino de la mujer sin cabeza, condenada a yacer eternamente en el lecho del arroyo.
En la localidad circulan relatos oscuros sobre los hombres y mujeres que, como en el mito griego de la Medusa (también víctima de la decapitación), fueron conducidos a la perdición por ceder a la curiosidad, por tentarse en un trágico instante y observar aquello que les está vedado. Estos cuentos, que corren de boca en boca, suelen funcionar a modo de advertencia para los jinetes que se acercan a las aguas del arroyo entre el anochecer y el alba, desafiando los escalofríos que produce el recuerdo de la decapitada del Timote.
(Gracias Patricia)

El guardia de Suárez

En la residencia presidencial, ubicada en Suárez y 19 de abril, quedaron grabadas las historias de decenas de personas que habitaron o recorrieron el lugar. Fiel ejemplar de las fincas señoriales del siglo XIX, que fueron erigidas en el entorno rural del Prado, sus orígenes se remontan a 1832, cuando los terrenos fueron adquiridos por Juan Sánchez, su primer propietario. Después de pasar por varias familias ilustres, como los Viana, los Bayley o los Bonifacino, en 1907 se levantó un edificio de tres pisos de aspecto opulento, rodeado por un extenso campo. En 1920, Matilde Ibáñez (la madre del ex presidente Jorge Batlle) conoció a quien sería su marido, Luis Batlle Berres, en la esquina de esta casa; veintisiete años después, cuando Batlle Berres se convirtió en presidente y el Ejecutivo buscaba una residencia adecuada, el recuerdo de dicho encuentro llevó a que Matilde insistiera en comprar aquella (por entonces no tanto) antigua casona.

Con la llegada de la comitiva presidencial, la casa se fue ampliando para recibir a un personal amplio, que incluía tanto al servicio doméstico como la seguridad. Con el fin de custodiar la casa y sus terrenos, el gobierno decidió erigir un muro y colocar garitas en los rincones del perímetro, destinando una guardia permanente por turnos. Las torretas edificadas eran pequeñas y tenían lugar para una sola persona, por lo que los soldados se veían obligados a realizar una prolongada vigilia en soledad, a la espera de un compañero que viniera a relevarlos. Poco tiempo después de cumplirse el mandato de Andrés Martínez Trueba, entró al regimiento de Blandengues (los oficiales encargados de la seguridad externa de Suárez) un hombre muy callado e introvertido, al que le correspondía hacer la guardia nocturna en una de las garitas del perímetro. Como su comunicación con el resto de sus compañeros era muy escasa, pocos podían prever lo que ocurriría pocos meses después de su ingreso: de naturaleza taciturna y depresiva, quizá alimentada por las largas horas de vigilancia solitaria y el entorno melancólico del Prado, el joven guardia se quitó la vida en la garita, usando su propia arma de reglamento. 

Según cuenta la leyenda, mucho tiempo después del trágico suicidio del soldado la residencia de Suárez comenzó a ser testigo de fenómenos extraños. Una noche, mientras el oficial a cargo de los Blandengues formaba la guardia encargada de relevar a los que estaban apostados, apareció uno de los soldados de las garitas antes del relevo correspondiente. Consultado por el sargento, el hombre explicó que un blandengue nuevo había sido el encargado de sustituirlo en sus tareas. No supo decir su nombre, pero lo describió como un tipo extraño, vestido con cierta antigüedad pero que se trataba claramente de uno de los guardias del recinto, ya que estaba familiarizado con los horarios y algunos detalles de la residencia. Comprobando con extrañeza que todos los soldados asignados estaban presentes, el sargento le pidió detalles más específicos de su apariencia y se puso pálido al recibir el reporte; cuando fueron hasta la garita correspondiente y verificaron que estaba vacía, el oficial no tuvo dudas. Cada tanto, y al cumplirse la hora del comienzo del relevo nocturno, la figura del guardia muerto años atrás aparecía para seguir cumpliendo sus tareas con puntualidad, completando una ronda que culmina en el lugar donde apretara el gatillo de su arma. La silueta de esta aparición fantasmal suele surgir en las noches de abril, el mismo mes en el que se quitó la vida, espantando a los soldados a pesar de su tranquilidad inofensiva y su mueca impávida; se lo ve pulcramente uniformado, a tal punto de que los ocasionales transeúntes no sospechan, al pasar, que una presencia intangible custodia el hogar del presidente.

Fantasmas de ruta 2

La dama del puente
A fines de los años ’40, la localidad de Vergara, ubicada entre Treinta y Tres y Cerro Largo, distaba mucho de ser el centro arrocero de exportación en que se convertiría luego; por aquella época, era más un pueblo que una ciudad, con unos cuantos cientos de habitantes. La población se había originado a orillas del Parao, un arroyo – o más bien un río de llanura- agreste y con muchos bañados. Quiso el infortunio que culminando la década del ’40 el Parao fuera testigo de una desgracia que sacudió al pueblo: una mujer, que paseaba sobre el puente ferroviario que cruzaba las aguas, fue atropellada por un tren que hacía su ruta a un horario desacostumbrado.
Al tiempo de este suceso, los pobladores que vivían cerca del puente comenzaron a escucharen forma cíclica los ruidos de la tragedia. Todas las noches, a la distancia, se repetían los ecos amortiguados de los sonidos de aquella noche: el traqueteo del tren, los gritos, el murmullo de la gente y la ambulancia improvisada. Durante años, a través de la repetición sonora del accidente, los habitantes de la zona debieron revivir el impacto de la tragedia que había conmocionado a la tranquila población de Vergara. Aunque en la noche no pudiera percibirse un solo movimiento, la mujer del puente recordaba su propia desgracia a través de la recreación de los sonidos que precedieron y continuaron a su propia muerte.


Las tragedias ocurridas en puentes, muy comunes en el interior del país, dejan de tanto en tanto sus propias historias de fantasmas y regresos. El relato del espectro femenino que recorre el lugar donde perdió la vida se repite en más de una localidad. En el puente de la Barra de Santa Lucía, a altas horas de la madrugada, el ocasional peatón podrá sentir la presencia de otros transeúntes caminando a su lado, una pequeña multitud conformada por quienes fallecieron en los accidentes de la zona.
Estas entidades no se visualizan jamás, excepto por la aparición de una mujer joven con un vestido ligero. Con el rostro desenfocado, ligeramente borroso, la dama de Santa Lucía acompaña a quien cruza el puente de punta a punta y a una prudente distancia. Una vez cumplido el objetivo, la figura se desvanece, como si su tarea fuera oficiar de custodio a quienes cruzan el puente a horas poco seguras, las mismas en que la joven encontró la muerte.

(Gracias Keni y Javier)


Los zapatos cambiados
En una plaza céntrica de Montevideo, hace algunas décadas, ocurrió un accidente que terminó con la vida de un joven de buena posición económica. El hombre regresaba de una fiesta, con unas copas de más, y estrelló el auto al tomar una curva demasiado pronunciada, muriendo en el acto.
El lugar comenzó a llenarse de curiosos rápidamente, por lo que la policía, intentando mantener el control, realizó un vallado de seguridad, salió en busca del forense y dejó a un agente a cargo del cuerpo. El policía, que era de origen humilde, vio las ropas carísimas del finado y no tuvo mejor idea que realizar un cambiazo de zapatos. Le quitó al joven muerto sus finísimos mocasines y los sustituyó por su calzado, consistente en un par de gastadísimos y maltratados zapatos viejos. Al regresar, los demás agentes se sorprendieron al ver al conductor del coche con una ropa tan refinada y un calzado tan estrafalario, completamente roto, pese a lo cual decidieron no mencionar el caso. Las operaciones de rutina culminaron, el asunto quedó en la interna y el policía pudo volver al hogar con sus zapatos lustrosos y recién adquiridos.
Ese mismo día, guardó el calzado en el ropero y se fue a dormir, pasando una noche intranquila. A la mañana siguiente, cuando el agente abrió la puerta del placard con el objetivo de ponerse sus zapatos nuevos, vio algo que jamás hubiera imaginado: donde antes estaban los relucientes mocasines del finado se encontraban los zapatos viejos, gastados y rotos que el día anterior había puesto en los pies del joven fallecido. La historia va más allá de este final de tuerca, agregando que el policía sufrió un shock y terminó sus días hospitalizado en un manicomio.
El relato del muerto que regresa por la noche a recuperar lo que le fue robado, que circula en formato ADUA desde hace un tiempo, cambia ligeramente los detalles y las características del accidente pero no olvida mencionar nunca el par de zapatos recuperado desde la tumba.

(Gracias Allison y Martín)

La gemela de Pocitos

Una noche calurosa de noviembre a principios de los años ‘70, un joven se hallaba estudiando en su apartamento de Pocitos, en Bulevar España casi la Rambla. Mientras repasaba sus lecturas junto a un compañero de estudios, tocan a la puerta. El reloj marcaba las 12 en punto, una hora inusual para recibir visitas, por lo que el dueño de casa quedó extrañado.

A través del visor de la puerta, sin embargo, aguardaba un niña de siete u ocho años, de rostro dulce y aspecto inocente, llevando un vaso vacío entre sus manos. Luego que el joven abriera la puerta sin dudar, la niña le pidió en tono suave un poco de leche. Ella aguardó en la puerta durante unos segundos, mientras el dueño de casa llenaba el vaso, agradeciendo posteriormente y retirándose.



A la noche siguiente, el estudiante volvió a reunirse con su amigo para continuar con los estudios. Al caer la medianoche la puerta volvió a sonar con puntualidad implacable, preludio de la aparición de la niña de la noche anterior, que se repitió en esta ocasión con la exactitud de un calco. Llevaba el mismo atuendo, un vestido blanco con puntillas, y volvió a pedir un vaso con leche con muchísima amabilidad. El joven sintió esta vez un cierto cosquilleo incómodo, pero apenado ante la situación la invitó a pasar. Al verla sentada en un sillón de su hogar, con expresión desamparada, el estudiante se animó a preguntar el por qué de sus visitas tan tardías.


Con total simpleza, la niña respondió que vivía un piso más arriba pero que allí, por cierto, no tenían leche. Terminó el vaso, aclaró que debía retirarse y abandonó el lugar una vez más. Al día siguiente, el joven decidió comprar un par de botellas de leche y llevarlas directamente a la niña misteriosa y nocturna que vivía en el piso de arriba.
Eran 2 apartamentos por planta, por lo que al tocar el timbre del primero una mujer le explicó que probara en la puerta de al lado, donde vivía una niña de características similares. En el segundo apartamento atendió una chica de unos 12 años, muy parecida a su cordial visitante nocturna. Al ser preguntada al respecto negó tener una hermana, pero el joven, convencido de las semejanzas e instigado por lo sucedido en las tres noches anteriores, volvió a insistir. La pequeña comenzó a ponerse nerviosa y llamó a su madre. Cuando el joven explicó la situación, la reacción no pudo ser más inesperada: la mujer se abrazó a su hija y comenzó a llorar del mismo modo. Le pidió al estudiante que aguardara unos segundos y volvió a introducirse en la casa. Cuando regresó, tenía una fotografía entre las manos: en ella, podía verse a la mujer un hombre y dos niñitas exactamente iguales. El joven reconoció al instante el rostro y se sobresaltó al ver el vestido blanco con puntillas. Sólo tardó un instante en recomponer las piezas del puzzle, y pudo anticipar el relato de la mujer. El mismo día en que habían sacado la foto, la niña del vestido blanco -la visitante de la medianoche- había muerto, dejando a su familia inundada de tristeza.


El joven, aterrado, pidió disculpas y volvió al apartamento. Llamó a su compañero de estudios, le contó la historia y le pidió que lo acompañara esa noche. Cuando llegó, ambos se dedicaron a la lectura sin olvidar por un momento la marcha inevitable del reloj hacia la medianoche. A las doce en punto la puerta sonó como de costumbre, pero potenciada por el clima enrarecido pareció resonar más fuerte que nunca. El estudiante, conociendo la historia macabra que se escondía detrás de su visitante, prefirió mirar por el visor antes de decidirse a abrir. Del otro lado, sin embargo, no había nadie. Abrió la puerta inquieto y halló a sus pies el vaso, el mismo que la niña llevaba día tras día, sólo que esta vez podía ver un papel enrollado dentro. Al desdoblarlo, el joven pudo leer una simple palabra: “¡Gracias!”. De tanto en tanto, incluso hoy en día, algunos habitantes del edificio se sobresaltan cuando sienten el timbre a medianoche y se enfrentan a la presencia amigable de una niñita de blanco, que recorre los pasillos culminando un paseo inconcluso de 35 años atrás.

(Gracias Milagros)

Fantasmas de ruta

El mundo de las leyendas urbanas está plagado de relatos extraños que tienen como escenario rutas o calles solitarias, cuyos protagonistas son generalmente caminantes misteriosos o los mismos coches que sobre ellas transitan. En Estados Unidos son tan populares que ameritan un subgénero aparte, caracterizado por apariciones fantasmagóricas o accidentes de tránsito originados por causas sobrenaturales, relatos “unidos por el símbolo de la Norteamérica moderna: el coche”, según narra el folklorista Jan Harold Brunvand. En Uruguay (particularmente en el interior), este tipo de cuentos son también comunes: hoy les ofrecemos una primera parte con tres leyendas, situadas tanto en la capital como en el interior..

La curva de la muerte


La llamada “curva de la muerte”, donde hoy está el museo oceanográfico, es conocida por albergar el relato de Alicia del Buceo, que ya narramos en este espacio y que también puede considerarse dentro de las leyendas clásicas “de ruta”. Sin embargo, el lugar fue tristemente célebre por la cantidad de accidentes de auto que allí sucedían, a tal punto que las autoridades debieron optar por eliminar la curva hace ya un tiempo. Suele contarse que los conductores, momentos antes de llegar a la zona, veían una extraña figura haciendo gestos, como si les rogara que aminorasen la velocidad. La presencia de esta silueta era un símbolo fatídico: inevitablemente los autos se estrellaban poco después de su aparición. Este espectro amigable (o de mal agüero, según se lo mire) que intenta alertar al automovilista, recuerda mucho al guardavías de Charles Dickens, uno de los cuentos de terror más populares del siglo XIX: en él, una figura fantasmal –parada sobre una tenebrosa boca de túnel- hacía exactamente estos mismos gestos antes de cada choque de tren. En el caso de la “curva de la muerte”, la silueta atenta era sustituida en muchas ocasiones por gente extraña que cruzaba la calle antes que los conductores doblaran. Con la eliminación de ese tramo, muchos años atrás, el fantasma atento –presumiblemente uno de los primeros en fallecer en la trampa de la curva- fue liberado finalmente de su cíclica e inútil tarea: advertir eternamente sobre los peligros mortales de esa ruta y estar condenado a ser desoído para siempre.
(Gracias Andrés)

El mendigo del túnel de 8 de octubre

El túnel que une la calle 8 de octubre con 18 de julio, aquí en Montevideo, es protagonista de una narración urbana que circuló oralmente durante un extenso período de años. Cuentan que poco después que dicho túnel fuera estrenado, un mendigo en estado de ebriedad -que daba un vistazo a la nueva obra desde arriba- cayó al suelo tras perder el equilibrio. Desorientado, el hombre decidió introducirse en la boca de la novísima construcción. Lo hizo con tanta mala suerte que tomó la senda contraria, siendo atropellado por un trolebus y perdiendo la vida inmediatamente
Desde entonces, cuentan que la silueta del mendigo puede entreverse en ocasiones en medio del pasaje, cuando los buses transitan a gran velocidad. La figura desaparece momentos antes de repetir el impacto que sufriera en vida, como si intentara una y otra vez salir del túnel que lo llevó a la muerte. El relato tenía un agregado que no era menor, y que era repetido con frecuencia por madres crédulas y preocupadas: nadie que osara aventurarse a pie por un extremo del túnel lograba encontrar la vía de salida, ya que el mendigo atraía inevitablemente a los caminantes a su mismo destino fatal.
(Gracias Fernando) 

El andante

En las cercanías de la ciudad de Bella Unión, departamento de Artigas, un relato corre de boca en boca desde la época de auge del gran ingenio azucarero CALNU. En los accesos al lugar había una curva muy peligrosa, causa de muchísimos accidentes. Uno de ellos, trágico por sus características, acabó con la vida de un inversor de la cooperativa que llegaba desde Montevideo.

Quienes viajan por esa vía en estos tiempos se topan a veces con un extraño caminante, que se dirige hacia CALNU y en ocasiones hace dedo: viste traje antiguo, usa sombrero y lleva una maleta. Cuando un conductor atento accede a llevarlo, extrañado ante una indumentaria tan poco común, el atildado señor comenta que es un inversor importante que se dirige hacia su trabajo. Al llegar a destino los choferes suelen ser víctimas de un ataque de nervios cuando su ocasional copiloto, con perfecta cortesía , emite un “gracias” frío y penetrante y se desvanece del coche como por arte de magia.
(Gracias Daniela)

Los viejos de Young

Él era un tipo sumiso, paciente, que se había pasado toda la vida sin esperar nada, ya fuera de su esposa o de su trabajo como peón rural. Ella, sin embargo, había sido una mujer autoritaria y enérgica, madre de cinco y abuela de unos cuantos más. A los dos se los conocía en la ciudad de Young como el viejo y la vieja Aquino, llevando a cuestas casi ochenta años de edad.

Vivían en un rancho pobre que se encontraba a kilómetro y medio de la ciudad, situado en un camino vecinal. Allí, los escasos vecinos eran testigos de los malos tratos continuos que la mujer le daba al viejo Aquino, gritándole constantemente y tratándolo de inservible desde las épocas de su jubilación. El espectáculo, según contaban en el pueblo, era bastante penoso, porque el anciano era sometido a una humillación permanente que parecía soportar con estoicismo.

En el mes de diciembre de 1988 el calor parecía fundir la ciudad de Young, convirtiendo las tardes en un concierto continuo de chicharras. El viejo Aquino decidió tomar su bicicleta e ir hasta al BPS a cobrar la jubilación, con el objetivo de comprar a su vuelta algunas cosas para la cena de Navidad.

Se prendió el pantalón con un palillo de ropa, se acomodó un sombrero viejo y sucio y antes de encarar el kilómetro y medio le preguntó a su mujer si quería algo especial para la Nochebuena.

La vieja era fanática de los dulces, pero los estragos que había causado la edad en su dentadura no le permitían demasiadas concesiones, por lo que le encargó a su marido un par de turrones blandos.

A las dos horas, el viejo Aquino regresó con un surtido modesto, suficiente para una cena navideña de dos personas. La mujer lo esperó a gritos a causa de la demora, tal cual era la costumbre, pero el anciano no soltó una sola queja.

El 24 de diciembre sacaron al aire libre una mesa de madera, un par de sillas, un poco de carne, una botella de vino y los dos turrones prometidos para el postre.



Llegado el momento del dulce el griterío recomenzó, más fuerte que nunca. El viejo Aquino, despistado como siempre, se había equivocado en los mandados: había traído dos turrones semiduros, imposibles de comer para su esposa.

Los vecinos no podían creer que la mujer fuera incapaz de perdonar al anciano, sobre todo, teniendo en cuenta una fecha tan especial como la Navidad. Los insultos y quejas alcanzaron tal intensidad que el viejo se levantó de la mesa y se metió al rancho.

A la medianoche comenzó la fanfarria navideña. Mientras volaban las cañitas y se multiplicaba el estruendo de los fuegos de artificio, dos estampidos pasaron desapercibidos en la algarabía vecinal.

El viejo Aquino, cansado de una vida de sufrimiento y humillación, había puesto su vieja escopeta recortada sobre la frente de la mujer, disparando una vez a quemarropa. Luego giró el arma y apretó el gatillo por segunda y última vez, acabando con su vida.

El cuento no remite a una simple crónica policial, ya que hasta el día de hoy la leyenda recorre las calles de Young. Cualquiera que pase un 24 de diciembre por la entrada de la casita, todavía deshabitada, podrá ver una mesa con dos ancianos comiendo, tomados de la mano y brindando a las risas por la Navidad. Parecen tan enamorados como en el primer día de su noviazgo, formando una escena encantadora perturbada por un simple detalle: sus cabezas están parcialmente destrozadas por los balazos de una vieja escopeta recortada.

(Agradecemos especialmente a Il Torino, que a su vez desea reconocer los aportes de Hugo Ramiro Sugasti González y el Dr. Martín Alejandro Sánchez Brussain, quienes complementaron una narración que consta incluso en actas policiales)

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