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miércoles, 6 de octubre de 2010

Espectro de madre

Nuestro ciclo 2007 de leyendas continúa en el territorio rural, dejando momentáneamente de lado el adjetivo urbano y concentrándose en rescatar testimonios de los lectores de diversas partes del país. A partir de la semana que viene iniciaremos un ciclo dedicado a Salto, para volver luego a territorio montevideano. 

En esta ocasión, Juan José Soria y Julio Clemente Cabrera nos envían una historia con final abierto, más sugestiva y melancólica que el formato usual de nuestras leyendas, que suelen terminar con un mensaje claro por parte de los protagonistas del más allá, en busca de venganza o redención. El giro final de esta historia es melancólico, porque presenta la figura del fantasma triste, un espectro cuyo único fin es dar consuelo y que sólo genera rechazo y terror en sus seres queridos, su propio esposo e hija. 

Esta historia de principios del siglo XX (tan exclusiva como verídica, aclara Juan José) sucedió cerca del río Santa Lucía grande, límite natural que separa Florida con Canelones, en el entonces pequeño poblado de Fray Marcos, recordado por dos hechos bien marcados: el trágico tornado del 21 de abril de 1970 que dejó como triste saldo 10 personas fallecidas y la Batalla de 1904 (guerra civil del Uruguay) donde triunfaran los "blancos" de Aparicio Saravia sobre las fuerzas " coloradas" del comandante Melitón Muñoz. Esa sangrienta contienda fue una conmoción también para todos los habitantes de esta zona porque participaron en ella muchos civiles que tenían aquí su vivienda y cuyos descendientes aún siguen afincados en estas tierras. 



Tal es el caso de doña Emilia, hoy septuagenaria, cuyo padre (siendo joven y soltero) estuvo nueve meses alistado junto al ejército revolucionario a la orden del "chiquito" Saravia ("el general de poncho blanco") y cuya madre no conoció ya que falleció cuando apenas tenía seis meses de vida (ni siquiera posee una sola fotografía). Fue criada por otra señora, su "madrastra", quien golpeaba y maltrataba con asiduidad a la pequeña Emilia. Cierta vez que, nuevamente sin motivo alguno, le "propinó" una páliza, corrió desesperada a refugiarse en su cama, no sin antes encender el candil con el cual siempre iluminaba aquella precaria pieza del humilde rancho donde vivía. 

Al poco rato, las lágrimas de sus ojos no impidieron que observara, en ese mismo instante, como lentamente se acercaba hacia ella una espectral figura blanca que apareció en forma sorpresiva, como surgida desde la propia sombra del viejo ropero. Presa del miedo cerró fuertemente sus ojos y sintió que una mano fría acariciaba con suavidad su pequeña mejilla. Quedó inmóvil. Ni siquiera se animaba a abrir sus ojos. Cuando logró hacerlo observó (como todas las noches) las penumbras que se movían a la luz del candil, que eran siempre objeto de diversión (se pasaba las horas mirándolas hasta que se dormía) pero que esa noche la aterrorizaron. 

Sacando fuerzas de flaqueza esbozó un grito de auxilio e inmediatamente llegó su padre, con el mismo trabuco con el cual 30 años atrás había defendido sus ideales (y también su vida), revisó cada rincón pero no pudo hallar nada. Apresuradamente, salió pero sólo pudo divisar la silueta de su caballo en el campo y los perros, que ladraron sin pausa alrededor del humilde rancho durante toda la oscura noche, siendo los constantes y únicos perturbadores del silencio sepulcral reinante...

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