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Advertimos que podras encontrarte con historias, imagenes e incluso videos que podrian afectarte si eres sencible, asi que si lo eres por favor no veas el contenido de este blog. Gracias

jueves, 7 de octubre de 2010

La tumba del arroyo Toledo

A principios del siglo XIX, la zona del arroyo Toledo disfrutaba una calma impensada en estos días, a pesar de que sus aguas, entre Montevideo y Canelones, siguen guardando cierto encanto rural. Por aquellos tiempos, al costado del arroyo, vivía un estanciero que se dedicaba al tráfico y comercio de esclavos llegados de África.
Los esclavos, mercancía legal en aquel tiempo, solían recorrer encadenados un largo trecho a la vera del arroyo, haciendo el camino entre dos haciendas. Durante el recorrido arduo, los negros caminaban bajo los rayos del sol y la mirada atenta de un capataz blanco, que solía someterlos a destratos de acuerdo a los cambios en su temperamento.
En uno de esos recorridos viajaba un esclavo que llevaba sobre su cuerpo más grilletes de los demás. Se trataba de un personaje particularmente rebelde, que había tenido problemas con sus patrones en más de una ocasión a causa de su naturaleza conflictiva. Durante uno de esos largos “paseos”, cuando la siniestra comitiva iba a la altura de lo que hoy es el kilómetro 6 del Camino del Andaluz, el capataz golpeó con violencia a una joven esclava que caminaba con excesiva lentitud para su gusto.
El negro, ciego de furia, no pudo tolerar el abuso: levantó sus cadenas y grilletes, se acercó por detrás a su patrón y lo estranguló con los propios hierros. Tras cometer el asesinato, el esclavo pudo ver en un pantallazo el futuro que lo esperaba: la tortura, el confinamiento y probablemente una muerte dolorosa. No lo pensó dos veces. Corrió hasta un promontorio de rocas altas, con los brazos y cadenas en alto, y se zambulló en un ojo de agua que se forma en esa parte del Arroyo Toledo.

Tanto sus compañeros como los empleados del estanciero esperaron ver resurgir su figura en la superficie del arroyo. El negro, quizá resistiéndose a una perspectiva de vida entre grilletes –o por el propio peso de las cadenas- no volvió a salir a la superficie.
El curso del arroyo ha cambiado bastante en estos doscientos años, pero tanto las altas rocas como el ojo de agua siguen estando allí, desafiando el paso del tiempo. Hasta hace no tanto tiempo, los jóvenes más aventureros solían arrojarse desde el peñón hasta la superficie, jugando a sumergirse en lo más hondo.
Desde el siglo XIX, la leyenda narra que quienes se zambullen en las profundidades del arroyo logran ver una sombra humana. Si prestan suficiente atención, pueden oír el ruido amortiguado de unas cadenas, las mismas que la memoria de un hombre hace sonar desde hace casi doscientos años, como símbolo de una muerte liberadora y preferible mil veces a una vida entre cadenas.
(Gracias Guillermo)

La decapitada del Timote

Molles del TImote, una localidad del departamento de Florida, solía ser en las primeras décadas del siglo XX una zona calma y con características eminentemente rurales: mucho campo, pocos pobladores y una ausencia casi completa de construcciones.

La tranquilidad de la pequeña localidad se vio conmovida en aquella época por un crimen pasional, protagonizado por una pareja que, como suele suceder en los pueblos chicos, era muy conocida entre los habitantes del lugar. Su flamante casamiento, fresco en el recuerdo de los concurrentes de Molles de Timote, poco hacía prever los sucesos que impactaron al pueblo poco después.
Una noche, el esposo descubrió que su mujer lo engañaba con otro joven del pueblo, con el que se carteaba con frecuencia; haciendo honor a su fama de hombre temperamental, el hombre esperó a la mujer hirviendo de rabia y celos. Cuando cruzó el umbral no pudo contenerse y, tras obtener la confesión de su esposa, le decapitó a golpes de pala, ciego de ira. Más tarde, al comprender cabalmente lo que había hecho, el asesino intentó ocultar las evidencias del crimen monstruoso. Pudo encargarse de la cabeza de la finada -un objeto maniobrable por su tamaño- al enterrarla sin dificultades en el fondo de la casa: el cuerpo, sin embargo, requería un trabajo más arduo. Desesperado, envolvió con cuerdas a aquel peso muerto que había sido su esposa y le ató piedras para que actuaran a modo de lastre. Cargó el fardo hasta el arroyo Los Molles, que corre en esa localidad, y arrojó el cuerpo al agua con la esperanza de que se hundiera para siempre. La forma en que la difunta esposa delató el crimen de su marido, sin embargo, fue mucho más escalofriante de lo que hubiera podido imaginar el propio asesino.

Desde las épocas de aquel fatídico día hasta nuestra época, la decapitada del Timote emerge del agua en una forma poco convencional. Quien cabalgue de noche por la zona y desee cruzar el arroyo Los Molles en forma segura, no debe nunca mirar hacia atrás: cuando los cascos de los caballos tocan el agua, la mujer sin cabeza se sube suavemente a las ancas del animal y acompaña al jinete hasta llegar a la otra orilla. Allí, la decapitada desciende silenciosamente y desaparece en la superficie calma de Los Molles, sin hacer un solo ruido ni dañar al valiente que le permite gentilmente compartir el caballo en ese breve trecho. Quienes osan mirar hacia atrás por curiosidad, sin embargo, sucumben al terror y comparten el trágico destino de la mujer sin cabeza, condenada a yacer eternamente en el lecho del arroyo.
En la localidad circulan relatos oscuros sobre los hombres y mujeres que, como en el mito griego de la Medusa (también víctima de la decapitación), fueron conducidos a la perdición por ceder a la curiosidad, por tentarse en un trágico instante y observar aquello que les está vedado. Estos cuentos, que corren de boca en boca, suelen funcionar a modo de advertencia para los jinetes que se acercan a las aguas del arroyo entre el anochecer y el alba, desafiando los escalofríos que produce el recuerdo de la decapitada del Timote.
(Gracias Patricia)

El guardia de Suárez

En la residencia presidencial, ubicada en Suárez y 19 de abril, quedaron grabadas las historias de decenas de personas que habitaron o recorrieron el lugar. Fiel ejemplar de las fincas señoriales del siglo XIX, que fueron erigidas en el entorno rural del Prado, sus orígenes se remontan a 1832, cuando los terrenos fueron adquiridos por Juan Sánchez, su primer propietario. Después de pasar por varias familias ilustres, como los Viana, los Bayley o los Bonifacino, en 1907 se levantó un edificio de tres pisos de aspecto opulento, rodeado por un extenso campo. En 1920, Matilde Ibáñez (la madre del ex presidente Jorge Batlle) conoció a quien sería su marido, Luis Batlle Berres, en la esquina de esta casa; veintisiete años después, cuando Batlle Berres se convirtió en presidente y el Ejecutivo buscaba una residencia adecuada, el recuerdo de dicho encuentro llevó a que Matilde insistiera en comprar aquella (por entonces no tanto) antigua casona.

Con la llegada de la comitiva presidencial, la casa se fue ampliando para recibir a un personal amplio, que incluía tanto al servicio doméstico como la seguridad. Con el fin de custodiar la casa y sus terrenos, el gobierno decidió erigir un muro y colocar garitas en los rincones del perímetro, destinando una guardia permanente por turnos. Las torretas edificadas eran pequeñas y tenían lugar para una sola persona, por lo que los soldados se veían obligados a realizar una prolongada vigilia en soledad, a la espera de un compañero que viniera a relevarlos. Poco tiempo después de cumplirse el mandato de Andrés Martínez Trueba, entró al regimiento de Blandengues (los oficiales encargados de la seguridad externa de Suárez) un hombre muy callado e introvertido, al que le correspondía hacer la guardia nocturna en una de las garitas del perímetro. Como su comunicación con el resto de sus compañeros era muy escasa, pocos podían prever lo que ocurriría pocos meses después de su ingreso: de naturaleza taciturna y depresiva, quizá alimentada por las largas horas de vigilancia solitaria y el entorno melancólico del Prado, el joven guardia se quitó la vida en la garita, usando su propia arma de reglamento. 

Según cuenta la leyenda, mucho tiempo después del trágico suicidio del soldado la residencia de Suárez comenzó a ser testigo de fenómenos extraños. Una noche, mientras el oficial a cargo de los Blandengues formaba la guardia encargada de relevar a los que estaban apostados, apareció uno de los soldados de las garitas antes del relevo correspondiente. Consultado por el sargento, el hombre explicó que un blandengue nuevo había sido el encargado de sustituirlo en sus tareas. No supo decir su nombre, pero lo describió como un tipo extraño, vestido con cierta antigüedad pero que se trataba claramente de uno de los guardias del recinto, ya que estaba familiarizado con los horarios y algunos detalles de la residencia. Comprobando con extrañeza que todos los soldados asignados estaban presentes, el sargento le pidió detalles más específicos de su apariencia y se puso pálido al recibir el reporte; cuando fueron hasta la garita correspondiente y verificaron que estaba vacía, el oficial no tuvo dudas. Cada tanto, y al cumplirse la hora del comienzo del relevo nocturno, la figura del guardia muerto años atrás aparecía para seguir cumpliendo sus tareas con puntualidad, completando una ronda que culmina en el lugar donde apretara el gatillo de su arma. La silueta de esta aparición fantasmal suele surgir en las noches de abril, el mismo mes en el que se quitó la vida, espantando a los soldados a pesar de su tranquilidad inofensiva y su mueca impávida; se lo ve pulcramente uniformado, a tal punto de que los ocasionales transeúntes no sospechan, al pasar, que una presencia intangible custodia el hogar del presidente.

Fantasmas de ruta 2

La dama del puente
A fines de los años ’40, la localidad de Vergara, ubicada entre Treinta y Tres y Cerro Largo, distaba mucho de ser el centro arrocero de exportación en que se convertiría luego; por aquella época, era más un pueblo que una ciudad, con unos cuantos cientos de habitantes. La población se había originado a orillas del Parao, un arroyo – o más bien un río de llanura- agreste y con muchos bañados. Quiso el infortunio que culminando la década del ’40 el Parao fuera testigo de una desgracia que sacudió al pueblo: una mujer, que paseaba sobre el puente ferroviario que cruzaba las aguas, fue atropellada por un tren que hacía su ruta a un horario desacostumbrado.
Al tiempo de este suceso, los pobladores que vivían cerca del puente comenzaron a escucharen forma cíclica los ruidos de la tragedia. Todas las noches, a la distancia, se repetían los ecos amortiguados de los sonidos de aquella noche: el traqueteo del tren, los gritos, el murmullo de la gente y la ambulancia improvisada. Durante años, a través de la repetición sonora del accidente, los habitantes de la zona debieron revivir el impacto de la tragedia que había conmocionado a la tranquila población de Vergara. Aunque en la noche no pudiera percibirse un solo movimiento, la mujer del puente recordaba su propia desgracia a través de la recreación de los sonidos que precedieron y continuaron a su propia muerte.


Las tragedias ocurridas en puentes, muy comunes en el interior del país, dejan de tanto en tanto sus propias historias de fantasmas y regresos. El relato del espectro femenino que recorre el lugar donde perdió la vida se repite en más de una localidad. En el puente de la Barra de Santa Lucía, a altas horas de la madrugada, el ocasional peatón podrá sentir la presencia de otros transeúntes caminando a su lado, una pequeña multitud conformada por quienes fallecieron en los accidentes de la zona.
Estas entidades no se visualizan jamás, excepto por la aparición de una mujer joven con un vestido ligero. Con el rostro desenfocado, ligeramente borroso, la dama de Santa Lucía acompaña a quien cruza el puente de punta a punta y a una prudente distancia. Una vez cumplido el objetivo, la figura se desvanece, como si su tarea fuera oficiar de custodio a quienes cruzan el puente a horas poco seguras, las mismas en que la joven encontró la muerte.

(Gracias Keni y Javier)


Los zapatos cambiados
En una plaza céntrica de Montevideo, hace algunas décadas, ocurrió un accidente que terminó con la vida de un joven de buena posición económica. El hombre regresaba de una fiesta, con unas copas de más, y estrelló el auto al tomar una curva demasiado pronunciada, muriendo en el acto.
El lugar comenzó a llenarse de curiosos rápidamente, por lo que la policía, intentando mantener el control, realizó un vallado de seguridad, salió en busca del forense y dejó a un agente a cargo del cuerpo. El policía, que era de origen humilde, vio las ropas carísimas del finado y no tuvo mejor idea que realizar un cambiazo de zapatos. Le quitó al joven muerto sus finísimos mocasines y los sustituyó por su calzado, consistente en un par de gastadísimos y maltratados zapatos viejos. Al regresar, los demás agentes se sorprendieron al ver al conductor del coche con una ropa tan refinada y un calzado tan estrafalario, completamente roto, pese a lo cual decidieron no mencionar el caso. Las operaciones de rutina culminaron, el asunto quedó en la interna y el policía pudo volver al hogar con sus zapatos lustrosos y recién adquiridos.
Ese mismo día, guardó el calzado en el ropero y se fue a dormir, pasando una noche intranquila. A la mañana siguiente, cuando el agente abrió la puerta del placard con el objetivo de ponerse sus zapatos nuevos, vio algo que jamás hubiera imaginado: donde antes estaban los relucientes mocasines del finado se encontraban los zapatos viejos, gastados y rotos que el día anterior había puesto en los pies del joven fallecido. La historia va más allá de este final de tuerca, agregando que el policía sufrió un shock y terminó sus días hospitalizado en un manicomio.
El relato del muerto que regresa por la noche a recuperar lo que le fue robado, que circula en formato ADUA desde hace un tiempo, cambia ligeramente los detalles y las características del accidente pero no olvida mencionar nunca el par de zapatos recuperado desde la tumba.

(Gracias Allison y Martín)

La gemela de Pocitos

Una noche calurosa de noviembre a principios de los años ‘70, un joven se hallaba estudiando en su apartamento de Pocitos, en Bulevar España casi la Rambla. Mientras repasaba sus lecturas junto a un compañero de estudios, tocan a la puerta. El reloj marcaba las 12 en punto, una hora inusual para recibir visitas, por lo que el dueño de casa quedó extrañado.

A través del visor de la puerta, sin embargo, aguardaba un niña de siete u ocho años, de rostro dulce y aspecto inocente, llevando un vaso vacío entre sus manos. Luego que el joven abriera la puerta sin dudar, la niña le pidió en tono suave un poco de leche. Ella aguardó en la puerta durante unos segundos, mientras el dueño de casa llenaba el vaso, agradeciendo posteriormente y retirándose.



A la noche siguiente, el estudiante volvió a reunirse con su amigo para continuar con los estudios. Al caer la medianoche la puerta volvió a sonar con puntualidad implacable, preludio de la aparición de la niña de la noche anterior, que se repitió en esta ocasión con la exactitud de un calco. Llevaba el mismo atuendo, un vestido blanco con puntillas, y volvió a pedir un vaso con leche con muchísima amabilidad. El joven sintió esta vez un cierto cosquilleo incómodo, pero apenado ante la situación la invitó a pasar. Al verla sentada en un sillón de su hogar, con expresión desamparada, el estudiante se animó a preguntar el por qué de sus visitas tan tardías.


Con total simpleza, la niña respondió que vivía un piso más arriba pero que allí, por cierto, no tenían leche. Terminó el vaso, aclaró que debía retirarse y abandonó el lugar una vez más. Al día siguiente, el joven decidió comprar un par de botellas de leche y llevarlas directamente a la niña misteriosa y nocturna que vivía en el piso de arriba.
Eran 2 apartamentos por planta, por lo que al tocar el timbre del primero una mujer le explicó que probara en la puerta de al lado, donde vivía una niña de características similares. En el segundo apartamento atendió una chica de unos 12 años, muy parecida a su cordial visitante nocturna. Al ser preguntada al respecto negó tener una hermana, pero el joven, convencido de las semejanzas e instigado por lo sucedido en las tres noches anteriores, volvió a insistir. La pequeña comenzó a ponerse nerviosa y llamó a su madre. Cuando el joven explicó la situación, la reacción no pudo ser más inesperada: la mujer se abrazó a su hija y comenzó a llorar del mismo modo. Le pidió al estudiante que aguardara unos segundos y volvió a introducirse en la casa. Cuando regresó, tenía una fotografía entre las manos: en ella, podía verse a la mujer un hombre y dos niñitas exactamente iguales. El joven reconoció al instante el rostro y se sobresaltó al ver el vestido blanco con puntillas. Sólo tardó un instante en recomponer las piezas del puzzle, y pudo anticipar el relato de la mujer. El mismo día en que habían sacado la foto, la niña del vestido blanco -la visitante de la medianoche- había muerto, dejando a su familia inundada de tristeza.


El joven, aterrado, pidió disculpas y volvió al apartamento. Llamó a su compañero de estudios, le contó la historia y le pidió que lo acompañara esa noche. Cuando llegó, ambos se dedicaron a la lectura sin olvidar por un momento la marcha inevitable del reloj hacia la medianoche. A las doce en punto la puerta sonó como de costumbre, pero potenciada por el clima enrarecido pareció resonar más fuerte que nunca. El estudiante, conociendo la historia macabra que se escondía detrás de su visitante, prefirió mirar por el visor antes de decidirse a abrir. Del otro lado, sin embargo, no había nadie. Abrió la puerta inquieto y halló a sus pies el vaso, el mismo que la niña llevaba día tras día, sólo que esta vez podía ver un papel enrollado dentro. Al desdoblarlo, el joven pudo leer una simple palabra: “¡Gracias!”. De tanto en tanto, incluso hoy en día, algunos habitantes del edificio se sobresaltan cuando sienten el timbre a medianoche y se enfrentan a la presencia amigable de una niñita de blanco, que recorre los pasillos culminando un paseo inconcluso de 35 años atrás.

(Gracias Milagros)

Fantasmas de ruta

El mundo de las leyendas urbanas está plagado de relatos extraños que tienen como escenario rutas o calles solitarias, cuyos protagonistas son generalmente caminantes misteriosos o los mismos coches que sobre ellas transitan. En Estados Unidos son tan populares que ameritan un subgénero aparte, caracterizado por apariciones fantasmagóricas o accidentes de tránsito originados por causas sobrenaturales, relatos “unidos por el símbolo de la Norteamérica moderna: el coche”, según narra el folklorista Jan Harold Brunvand. En Uruguay (particularmente en el interior), este tipo de cuentos son también comunes: hoy les ofrecemos una primera parte con tres leyendas, situadas tanto en la capital como en el interior..

La curva de la muerte


La llamada “curva de la muerte”, donde hoy está el museo oceanográfico, es conocida por albergar el relato de Alicia del Buceo, que ya narramos en este espacio y que también puede considerarse dentro de las leyendas clásicas “de ruta”. Sin embargo, el lugar fue tristemente célebre por la cantidad de accidentes de auto que allí sucedían, a tal punto que las autoridades debieron optar por eliminar la curva hace ya un tiempo. Suele contarse que los conductores, momentos antes de llegar a la zona, veían una extraña figura haciendo gestos, como si les rogara que aminorasen la velocidad. La presencia de esta silueta era un símbolo fatídico: inevitablemente los autos se estrellaban poco después de su aparición. Este espectro amigable (o de mal agüero, según se lo mire) que intenta alertar al automovilista, recuerda mucho al guardavías de Charles Dickens, uno de los cuentos de terror más populares del siglo XIX: en él, una figura fantasmal –parada sobre una tenebrosa boca de túnel- hacía exactamente estos mismos gestos antes de cada choque de tren. En el caso de la “curva de la muerte”, la silueta atenta era sustituida en muchas ocasiones por gente extraña que cruzaba la calle antes que los conductores doblaran. Con la eliminación de ese tramo, muchos años atrás, el fantasma atento –presumiblemente uno de los primeros en fallecer en la trampa de la curva- fue liberado finalmente de su cíclica e inútil tarea: advertir eternamente sobre los peligros mortales de esa ruta y estar condenado a ser desoído para siempre.
(Gracias Andrés)

El mendigo del túnel de 8 de octubre

El túnel que une la calle 8 de octubre con 18 de julio, aquí en Montevideo, es protagonista de una narración urbana que circuló oralmente durante un extenso período de años. Cuentan que poco después que dicho túnel fuera estrenado, un mendigo en estado de ebriedad -que daba un vistazo a la nueva obra desde arriba- cayó al suelo tras perder el equilibrio. Desorientado, el hombre decidió introducirse en la boca de la novísima construcción. Lo hizo con tanta mala suerte que tomó la senda contraria, siendo atropellado por un trolebus y perdiendo la vida inmediatamente
Desde entonces, cuentan que la silueta del mendigo puede entreverse en ocasiones en medio del pasaje, cuando los buses transitan a gran velocidad. La figura desaparece momentos antes de repetir el impacto que sufriera en vida, como si intentara una y otra vez salir del túnel que lo llevó a la muerte. El relato tenía un agregado que no era menor, y que era repetido con frecuencia por madres crédulas y preocupadas: nadie que osara aventurarse a pie por un extremo del túnel lograba encontrar la vía de salida, ya que el mendigo atraía inevitablemente a los caminantes a su mismo destino fatal.
(Gracias Fernando) 

El andante

En las cercanías de la ciudad de Bella Unión, departamento de Artigas, un relato corre de boca en boca desde la época de auge del gran ingenio azucarero CALNU. En los accesos al lugar había una curva muy peligrosa, causa de muchísimos accidentes. Uno de ellos, trágico por sus características, acabó con la vida de un inversor de la cooperativa que llegaba desde Montevideo.

Quienes viajan por esa vía en estos tiempos se topan a veces con un extraño caminante, que se dirige hacia CALNU y en ocasiones hace dedo: viste traje antiguo, usa sombrero y lleva una maleta. Cuando un conductor atento accede a llevarlo, extrañado ante una indumentaria tan poco común, el atildado señor comenta que es un inversor importante que se dirige hacia su trabajo. Al llegar a destino los choferes suelen ser víctimas de un ataque de nervios cuando su ocasional copiloto, con perfecta cortesía , emite un “gracias” frío y penetrante y se desvanece del coche como por arte de magia.
(Gracias Daniela)

Los viejos de Young

Él era un tipo sumiso, paciente, que se había pasado toda la vida sin esperar nada, ya fuera de su esposa o de su trabajo como peón rural. Ella, sin embargo, había sido una mujer autoritaria y enérgica, madre de cinco y abuela de unos cuantos más. A los dos se los conocía en la ciudad de Young como el viejo y la vieja Aquino, llevando a cuestas casi ochenta años de edad.

Vivían en un rancho pobre que se encontraba a kilómetro y medio de la ciudad, situado en un camino vecinal. Allí, los escasos vecinos eran testigos de los malos tratos continuos que la mujer le daba al viejo Aquino, gritándole constantemente y tratándolo de inservible desde las épocas de su jubilación. El espectáculo, según contaban en el pueblo, era bastante penoso, porque el anciano era sometido a una humillación permanente que parecía soportar con estoicismo.

En el mes de diciembre de 1988 el calor parecía fundir la ciudad de Young, convirtiendo las tardes en un concierto continuo de chicharras. El viejo Aquino decidió tomar su bicicleta e ir hasta al BPS a cobrar la jubilación, con el objetivo de comprar a su vuelta algunas cosas para la cena de Navidad.

Se prendió el pantalón con un palillo de ropa, se acomodó un sombrero viejo y sucio y antes de encarar el kilómetro y medio le preguntó a su mujer si quería algo especial para la Nochebuena.

La vieja era fanática de los dulces, pero los estragos que había causado la edad en su dentadura no le permitían demasiadas concesiones, por lo que le encargó a su marido un par de turrones blandos.

A las dos horas, el viejo Aquino regresó con un surtido modesto, suficiente para una cena navideña de dos personas. La mujer lo esperó a gritos a causa de la demora, tal cual era la costumbre, pero el anciano no soltó una sola queja.

El 24 de diciembre sacaron al aire libre una mesa de madera, un par de sillas, un poco de carne, una botella de vino y los dos turrones prometidos para el postre.



Llegado el momento del dulce el griterío recomenzó, más fuerte que nunca. El viejo Aquino, despistado como siempre, se había equivocado en los mandados: había traído dos turrones semiduros, imposibles de comer para su esposa.

Los vecinos no podían creer que la mujer fuera incapaz de perdonar al anciano, sobre todo, teniendo en cuenta una fecha tan especial como la Navidad. Los insultos y quejas alcanzaron tal intensidad que el viejo se levantó de la mesa y se metió al rancho.

A la medianoche comenzó la fanfarria navideña. Mientras volaban las cañitas y se multiplicaba el estruendo de los fuegos de artificio, dos estampidos pasaron desapercibidos en la algarabía vecinal.

El viejo Aquino, cansado de una vida de sufrimiento y humillación, había puesto su vieja escopeta recortada sobre la frente de la mujer, disparando una vez a quemarropa. Luego giró el arma y apretó el gatillo por segunda y última vez, acabando con su vida.

El cuento no remite a una simple crónica policial, ya que hasta el día de hoy la leyenda recorre las calles de Young. Cualquiera que pase un 24 de diciembre por la entrada de la casita, todavía deshabitada, podrá ver una mesa con dos ancianos comiendo, tomados de la mano y brindando a las risas por la Navidad. Parecen tan enamorados como en el primer día de su noviazgo, formando una escena encantadora perturbada por un simple detalle: sus cabezas están parcialmente destrozadas por los balazos de una vieja escopeta recortada.

(Agradecemos especialmente a Il Torino, que a su vez desea reconocer los aportes de Hugo Ramiro Sugasti González y el Dr. Martín Alejandro Sánchez Brussain, quienes complementaron una narración que consta incluso en actas policiales)

El fantasma de IPOLL

Desde Salto, Juan Mario, lector del portal, va tras los pasos del fantasma del Ipoll, el liceo más popular de esa ciudad. Crónica.

El IPOLL, es decir, el Instituto Politécnico Osimani & Llerena, es el liceo más antiguo de la ciudad de Salto, de paredes robustas, con una acogedora biblioteca perdida en su decorado en los finales del siglo XIX, y un frío y solitario observatorio astronómico.
Desde su fachada pueden divisarse claramente dos secciones: el ala izquierda de gruesas paredes azules y blancas y el ala derecha, que al igual que el centro posee grandes ventanales de vidrios verdosos y celestes. El edificio consta de tres pisos (más el observatorio ya mencionado que se halla sobre la terraza del tercero). Por encontrarse en un profundo desnivel con respecto a la vereda, la entrada principal se halla en el segundo piso, que nos conduce a un gran hall donde es posible acceder al salón de actos, bedelía, sala de profesores, escalera hacia la biblioteca o bajar unos escalones hacia la cantina. Toda la sección izquierda es el área administrativa y a la derecha están todos los salones de clases. En el primer piso, se hallan los laboratorios de física, química y biología, junto a más aulas, construidas con gradas al estilo anfiteatro. Y es justamente en uno de los laboratorios donde sucedió lo que se relata de boca en boca por nuestra ciudad.
Cuentan que a mediados de los ochenta hubo una serie de robos o, más bien, travesuras de algunos gurises que durante la noche, aprovechando el poco presupuesto para reparar correctamente los grandes ventanales, entraban al liceo franqueando fácilmente las tapas de madera compensada, a veces sólo apoyadas contra el ventanal y respaldadas con algún pesado mueble. Prueba de ello era la serie de tubos de ensayo y diverso material de laboratorio destrozado, que solía hallarse esparcido por el piso de los laboratorios.
Para mitigar esto, se dispuso una guardia policial. La misma consistía en tres policías que patrullaban los alrededores del edificio. Merced a la guardia policial, los gurises dejaron de merodear el lugar y cesaron los destrozos. Con el tiempo, se pensó que era exagerado disponer de dos oficiales para una tarea tan obsoleta. Se dispuso que fuese uno solo el encargado de dicha tarea, con la intención de que con el tiempo el incidente se olvidase y ya no fuera necesario montar guardia toda la noche. El policía de turno cumplía con sus habituales rondas en solitario todas las noches, pero al comenzar el invierno, pidió hacer las mismas desde dentro del edificio y ya no por la periferia. El pedido le fue concedido.
Un día, el oficial de turno escuchó ruidos que provenían del primer piso, mientras él se hallaba en el segundo. Baja hacia el lugar y conforme se acerca al pasillo de los laboratorios, los ruidos se escuchan con más fuerza. Al llegar al de biología, halla la puerta abierta. Pregunta en voz alta y autoritaria quién se encuentra allí. Muda respuesta. Entra con sigilo desenfundando el arma. Apenas cruza el umbral, escucha el violento cerrar de la puerta a sus espaldas y observa atónito como comienzan a volar tubos de ensayo, vasos de bohemia, mecheros, carteles y todo lo que pudiese ser lanzado. Se agachó y buscó refugio bajo una de las mesadas revestidas de azulejos blancos. Una vez allí, con los ojos cerrados soportó el ruido ensordecedor hasta que todo cesó. En ese momento, se levantó, corrió hacia la puerta, la abrió y huyó del lugar al tiempo que llamaba a la policía. Esperó en la entrada la respuesta a su llamado. El patrullero que llegó al lugar encontró al oficial aterrado en un ataque de nervios, por lo que llamaron a otro patrullero para que lo acercaran al hospital.
A la llegada del segundo patrullero uno de los oficiales se decide bajar para constatar lo sucedido. A sabiendas de lo relatado por su compañero, lo hizo con temor; vio la puerta del laboratorio abierta, el destrozo y también algo más, algo que lo hizo huir raudamente del lugar y no desear regresar por nada del mundo. Subió y le comentó esto a su compañero de patrulla, quien le creyó. Ambos se negaron a obedecer la orden que venía de la jefatura: bajar y montar guardia en la puerta del laboratorio. Ante la negativa de los mismos, en la jefatura, alguien de cargo más alto sospecha que sucede algo extraño y decide ir personalmente a poner coto al asunto. Así es que un tercer patrullero parte hacia el viejo edificio.
Cuando el sargento llega al IPOLL, le comentan que uno de los oficiales decidió bajar a ver qué sucedía, con intención de demostrar que no tenía miedo. El sargento decide bajar presuroso para alcanzar a su subordinado. Al pisar el primer piso, ve venir corriendo a su encuentro al oficial valiente, que viene disparando su arma y huyendo de una sombra oscura. El sargento desenfunda su arma y también abre fuego sobre aquella cosa, que ocupaba todo el amplio pasillo principal. Ambos trepan las escaleras y llegan desesperados a la entrada del liceo, temblorosos, agitados y blandiendo sus armas hacia el interior del edificio. A pesar de todo, nada más ocurrió.
Desde entonces la policía ha negado oficialmente todo lo sucedido, pero lo cierto es que hasta hoy no acceden a poner oficiales para vigilar siquiera el perímetro. Se cuenta que los funcionarios de limpieza no se atreven a bajar tarde en la noche por aquellos lares. Que a todos los profesores de ciencias se les exige que una vez culminada la clase, guarden todo lo utilizado en los respectivos cajones y armarios con llave y que no dejen absolutamente nada sobre las mesadas, ni siquiera un rígido mechero Bunsen. Se dice que a partir de este incidente, existe la orden de dejar todas las luces de todos los salones, pasillos y escaleras encendidas durante toda la noche, principalmente la del primer piso. Esta historia, que es bastante fiel a la memoria colectiva, tiene detalles que varían. Por ejemplo, en algunas versiones todo le sucede a un solo oficial y al lugar llega únicamente un patrullero. En otras, se dice que la historia es relatada en primera persona por un interno de la sala de psiquiatría del Hospital Regional Salto, y que, al indagar sobre dicho paciente, confirman de que efectivamente es un ex-policia. Lo cierto es que, antes de escribir esto, decidí darme una vuelta por el IPOLL. Eran las dos de la mañana de una noche muy fría y no advertí ningún sereno, ni vigilante ni policía alrededor de toda la manzana. Y efectivamente, el edificio se halla vacío con todas las luces de los salones encendidas.

El monja sin cabeza

El antiguo Colegio y Liceo de Nuestra Señora de la Misericordia, ubicado en Pocitos, supo ser hace muchísimos años un instituto exclusivo para mujeres, funcionando también como convento para un grupo no muy numeroso de monjas.
Cuenta la leyenda que, tal cual se dice de muchas iglesias y conventos enfrentados, en el subsuelo del lugar había una pequeña puerta que conducía a un pozo. Entrando por allí se accedía a una escalera que culminaba en un pasillo secreto, conectando con el instituto de enfrente, el Colegio San Juan Bautista.
El pasillo estaba cerrado y pocos conocían de su existencia, pero una monjita del lugar, más osada que las demás, comenzó a frecuentarlo. Quiso la casualidad que en algún momento coincidiera con un cura joven del San Juan Bautista, un encuentro casual que con el tiempo pasó a convertirse en una rutina oculta.
Desafiando los preceptos de su religión y la moral de la época, el amor entre la Hermana y el Padre llevó a que los encuentros furtivos se repitieran con frecuencia.
El romance, sin embargo, tuvo un final abrupto: la Superiora del Instituto, que sospechaba de las ausencias repentinas de la monja, descubrió a la pareja en el acto pecaminoso. Como resultado, la Hermana fue excluida del convento y encerrada como castigo en una de las habitaciones pequeñas, que luego se usaría para dar clases.
Privada de las visitas a su enamorado, y manchada indeleblemente con la vergüenza del pecado descubierto, la monja se suicidó en el cuarto. Se cuerpo, según se afirma, fue enterrado en el patio del lugar, debajo de un monumento a Artigas (hoy en día funciona allí otro liceo privado)
Cuentan que incluso en estos días, cuando las tardes comienzan adelantar su llegada en el otoño, puede verse a la monja sin cabeza recorrer los pasillos del lugar. En ocasiones, cuando las campanadas del reloj dan las 18 horas, el piano del salón de actos comienza a tocar solo, recordando los tiempos en que la religiosa desgranaba unas notas tristes en recuerdo de su enamorado prohibido.
Comentarios
La leyenda de la monja sin cabeza se nutre de algunos mitos populares -verdaderos o no- relacionados con los conventos y las iglesias. El cuento no es exclusivo de nuestro país, si bien tiene varias características propias. En Chile y otros países de Sudamérica también se narra la historia de la monja sin cabeza, aunque con algunas variaciones menos atrayentes.
En este caso, la Hermana solía pasar sus horas leyendo en el jardín de un convento, enamorándose de un marinero que pasaba por el lugar. Privada de su compañía por sus deberes religiosos, la monja fallece de pena y reaparece luego decapitada, sin “la cabeza que perdió por amor”.
Otra historia popular tiene su origen en Santiago de Compostela, España, donde la famosa catedral de la ciudad y un convento se encuentran también enfrentados y a una distancia de 50 metros. La leyenda afirma que existía un pasadizo subterráneo que conectaba ambos lugares y que servía para encuentros prohibidos.
(Gracias a Malvina, que asegura que el pasillo que unía ambas instituciones existía ya que lo comprobó en sus épocas de estudiante junto a otros compañeros)

El caso del doctor lenguas

A fines de los años ’60 o principios de los ‘70, una mujer a punto de dar a luz llegó al sanatorio del Círculo Católico del Uruguay. Iba acompañada por su hijo pequeño y su esposo, quien se mostraba preocupado por los gritos de dolor de su mujer.

La joven tenía contracciones cada vez más frecuentes, pero como el personal del hospital estaba muy ocupado, la pareja debió esperar un rato mientras se hacían los preparativos. El nerviosismo del marido iba en aumento, pero finalmente un doctor preguntó por la paciente y un equipo de enfermeras se encargó de conducir a la parturienta a la sala correspondiente.

Una vez dentro, el tiempo se hizo eterno para el futuro padre. El reloj de cuerda de la sala martillaba con persistencia segundo tras segundo, resonando como un gong en el silencio del hospital. El niño jugaba, pero el padre, nervioso, esperaba el momento de ir a conocer a su nuevo hijo.

Minutos después, en lugar de una enfermera sonriente se presentó un doctor con aspecto apesadumbrado. Casi sin entender qué sucedía, el hombre escuchó en seguidilla las explicaciones detalladas del médico, como golpes secos y repetidos: se hizo todo lo posible, no resistió, un parto difícil, no hay nada que hacer, el cuerpo ya fue trasladado...

El esposo estalló en un ataque de histeria, sintiendo que las cuatro paredes del hospital se desplomaban hacia adentro, reprimiendo el impulso de correr a la sala y llamar a su mujer a los gritos. Al rato se sumió en un rincón, temblando.

En medio de su angustia, un señor canoso, mayor, con la túnica clásica de médico, cruza la sala. Se presenta al joven como el doctor Luis Pedro Lenguas y aclara que está dispuesto a ayudarlo, a lo que el esposo responde con furia y le reprocha con amargura haber llegado demasiado tarde. El anciano, sin embargo, habla con calma y suavidad. Está allí para ayudar, repite, y le pide que aguarde unos minutos.

Segundos después, se siente un llanto de bebé y los gemidos confusos de una mujer. Por la puerta del sanatorio asoma una camilla, sobre la cual descansa la joven esposa, lejos de estar muerta, y su hijo en brazos. Se funden en un abrazo incrédulo y hablan al mismo tiempo: ella no comprende lo sucedido y tiene una sensación extraña; él se deshace en lágrimas y busca con la mirada a los médicos.

El personal del hospital, ante tanto clamor, llega al lugar de los hechos. Cuando el doctor ve a la mujer, se pone pálido y balbucea, incapaz de creer en la presencia milagrosa de la madre y su hijo recién nacido, desbordante de vida. El esposo está furioso y se niega a contestar a los médicos, aclarando que hablará únicamente con el doctor Lenguas.

Ante la mención del apellido, tanto las enfermeras como el obstetra pierden nuevamente el color en el rostro. El médico lo mira fijamente y le señala un cuadro que cuelga en la pared. El hombre reconoce la figura al instante: el mismo rostro afable, la misma mirada, el porte inconfundible del anciano doctor.
”Debe estar equivocado”, aclara el profesional. “El doctor Luis Pedro Lenguas fue el fundador del sanatorio en 1885 y falleció en 1932”.

El prodigio del rescate no demoró en correr por los pasillos del hospital y desde entonces la leyenda de Pedro Lenguas cobró forma en los pequeños milagros del sanatorio. Su presencia mítica erigió la leyenda del médico que desafió a la muerte por partida doble, logrando milagros desde ambos lados de la línea que separa a los muertos de los vivos.


Comentarios

Mucho aporta en esta historia la figura mítica del doctor Luis Pedro Lenguas, que lejos de ser fruto de los desvaríos de un esposo apesadumbrado, tuvo una vida activa en el ámbito de la medicina y la sociedad. Nació en 1862 en Paysandú y murió en 1932. Fue uno de los fundadores del Círculo Católico de Obreros (no el único, como se sugiere en el relato).

Su devoción a la profesión, a los preceptos cristianos más puros, a la obra social y al ejercicio de la medicina pensando en los más necesitados, llevó a que su figura se venerara, santificara y que se le adjudicaran varios milagros, tanto en vida como en la muerte.

(Gracias Guillermo)

El catalèptico de los castillos

En la década del ’30, un velorio como tantos otros tuvo lugar en la ciudad de Castillos, departamento de Rocha. Un hombre de familia, de edad mediana, fallece repentinamente por la noche, sumiendo en la congoja a todos los habitantes de la casa.

Como se estilaba en el interior por aquellas épocas, el velorio se realizó en el propio hogar, siendo motivo de reunión social entre los vecinos del lugar. El día del deceso en cuestión, un fuerte viento soplaba sobre la ciudad de Castillos, herencia de un invierno particularmente frío y que no paraba de asediar al departamento de Rocha.

Inmerso en este clima lúgubre, el carro fúnebre llegó entre los lamentos y los adioses de la barriada, listo para llevar los restos del finado al cementerio correspondiente. Como la lluvia arreciaba y los nubarrones tapaban la luz del sol hasta dejar la ruta en semipenumbras, sólo un reducido séquito acompañó al carro.

En aquellos tiempos las calles de Castillos eran de tierra, volviéndose particularmente resbalosas los días de lluvia. Bajo el monumental aguacero de aquel día, el carro fúnebre traqueteaba y patinaba con dificultad en su camino al cementerio, que se encontraba en la parte alta de la ciudad. El recorrido constaba de unas pocas cuadras, pero bajo las inclemencias del tiempo éste se hacía lento y engorroso, hundiéndose las ruedas del carro a medida que se acercaba a su destino.

Uno de los cruces del pueblo terminó por convertirse en el obstáculo final. La lluvia y el barro acumulado lo habían transformado en un arroyo que era casi un pantanal, a pesar de lo cual el carro y su séquito decidieron continuar, convencidos de la importancia de llevar al finado a su reposo final. El clima, sin embargo, no tenía tantas contemplaciones para los que abandonaban este mundo, dejando al vehículo hundido hasta las ruedas en medio del cruce.

En ese momento todos debieron aunar fuerzas, conscientes del sacrilegio que implicaba abandonar al muerto en plena calle y bajo la lluvia. Bajaron del coche en gran confusión y dividieron las tareas: unos fueron en busca de palas, otros se encargaron de conseguir ramas de palmeras para ubicar bajo las ruedas y todos se prepararon para dar el empujón salvador.

Cuando se aprestaban a dar el envión final, alguien percibió que el número de los pasajeros ubicados tras el vehículo no daba, y que una persona más estaba empujando con tanta vehemencia como los demás. Agradecido por esta aparición providencial, decidió callarse la boca y redoblar el esfuerzo. El coche fue saliendo finalmente del pantanal y salvó el escollo con elegancia, dejando al carro fúnebre fuera de peligro.

Al subir al mismo, sin embargo, llegó el pánico general: el muerto había desaparecido misteriosamente del cajón y ni siquiera estaba dentro del vehículo. Los gritos de asombro fueron el prólogo de la posterior y verdadera desbandada, cuando al mirar hacia fuera descubrieron al finado más vivo que nunca, aguardando al lado de la rueda sin atisbos de comprender nada y ya a salvo de su ataque de catalepsia.
Comentarios: el “caso del cataléptico”, como se le llama, es bastante popular en el interior del país y toma partido de una enfermedad que alimentó durante mucho tiempo la imaginación de la literatura de horror, ya sea desde el gótico o la obra de Edgar Allan Poe. Otra versión, menos verosímil , transcurre en Treinta y Tres, cuando un muerto debe ser transportado desde el pueblito donde falleció al panteón de la ciudad. En esta ocasión, el coche se para y no hay forma de hacerlo arrancar. Nuevamente se repite el “empujón” por parte del finado, sólo que en esta ocasión uno de los pasajeros le pregunta directamente de quién se trata, y el mismo responde con total desfachatez.
(Gracias Miguel C.)

La leyenda de Chalet Bonomi

A finales de la década del cuarenta, bajo la primera presidencia del General Juan Domingo Perón, tres argentinos se afincaron en nuestro país con la intención de prosperar económicamente. 

Decidieron formar una sociedad y comprar unos terrenos en las proximidades de Aparicio Saravia y Burgues con la intención de construir un pequeño hotel de pasajeros, contando con el nutrido movimiento en la zona, el arribo de hacienda proveniente del norte hacia la capital y el creciente movimiento comercial de viajantes. 

Al ser una zona despoblada en aquellos años, los argentinos tenían como compañía unos pocos vecinos dedicados a la agricultura en pequeña escala, con árboles frutales y viñedos. Los tres amigos, con la obra a medio terminar, se adelantaron y colgaron un cartel anunciando la próxima apertura del petit hotel "Chalet Bonomi”. Una noche, mientras se encontraban descansando, fueron sorprendidos por ladrones, quienes los amordazaron y luego torturaron para que confesaran donde estaban guardados tanto el dinero como los objetos de valor. 

La realidad era que los argentinos pasaban por una mala situación económica e incluso estaban pensando viajar a Buenos Aires con el fin de conseguir un préstamo para culminar las obras. Al confirmar los ladrones que no encontrarían botín alguno, decidieron matar a los infortunados, degollándolos y enterrándolos apresuradamente en el sótano de la construcción. 

Pasado un tiempo los pocos vecinos de la zona notaron la ausencia de los argentinos, pero como habían escuchado de boca de ellos la proximidad de un viaje a Buenos Aires en busca de un crédito, creyeron que se encontraban en esa diligencia. 

Sin embargo, sucesos extraños comenzaron a desarrollarse en la zona poco después. Gritos desgarradores, continuos golpes de pico y pala aún a altas horas de la noche y cadenas que se arrastraban llegaban a oídos de las personas que transitaban el lugar, sumados a la inquietante sensación de ser observados desde el edificio a medio terminar. 

Esta zona, que servía de atajo a los vecinos del Barrio Cerrito de la Victoria que concurrían a pie a la Gruta de Lourdes, fue paulatinamente quedando en desuso por las crecientes historias de los que se atrevían a pasar por el lugar y de los extraños accidentes que comenzaron a reportarse debido a inesperadas apariciones frente a los coches. 

El tiempo pasó y en ese lugar se construyeron (a partir de la década de los '70) conjuntos habitacionales que poblaron la zona. Hoy en día la sombra del chalet Bonomi no se ha desvanecido: pueden sentirse de tanto en tanto gritos extraños y los accidentes de tránsito se suceden con una frecuencia poco acostumbrada. Sin embargo, en una era donde priva el racionalismo, los ruidos son atribuidos a las reyertas dentro del complejo y las desgracias a la densa neblina invernal, aunque no ocultan los ecos de la leyenda que siguen transmitiendo los memoriosos del lugar. 

(Gracias a Ruben "Darío")

El bus de la pasajera espectral

En una noche neblinosa de abril, hace ya muchos años, el traqueteo de un coche Leyland se escurría entre los silencios de la penumbra montevideana. 
El ómnibus, perteneciente a una línea que ya no circula pero cuyo nombre no mencionaremos, iba rumbo a destino en la penúltima vuelta de la jornada.

A medida que el bus avanzaba en su recorrido, los pasajeros fueron bajando en las distintas paradas hasta dejar completamente solo al conductor, que maniobraba la máquina entre calles oscuras. Súbitamente, un golpe sordo, violento y un grito corto llegaron tras una curva cerrada, inequívocas señales de que el bus, entre la niebla, se había topado con un obstáculo vivo y se lo había llevado por delante. Cuando el chofer desciende, el mal sabor que se anticipaba en su boca se volvió realidad: sobre el pavimento, exangüe, tendida a lo largo en una postura antinatural, yacía una señora mayor. El hombre entró en pánico, comprendiendo a la primera ojeada que la mujer estaba muerta, producto del impacto del ómnibus.

En la histeria del momento, convertido en una masa de nervios y sin saber qué hacer, el conductor atinó a apartar el cuerpo del camino, se subió al ómnibus y sin pensarlo dos veces arrancó y retomó el camino. Después de llegar a destino debió reiniciar el circuito en la última vuelta de la noche, distraído y con la sombra oscura de los sucesos recientes en su mente.

Poco a poco, el bus comenzó a poblarse nuevamente mientras repetía las paradas de su usual recorrido nocturno. Con los nervios a flor de piel, el chofer oteaba su alrededor y esperaba con ansias culminar la jornada laboral. De improviso, una cara conocida pareció asomar a través del espejo, entre los pasajeros sentados en las filas del fondo y con una mueca trágica impresa en el rostro. A pocos metros de la puerta trasera, sentada con toda corrección y con la mirada de espanto que el chofer presenciara, se hallaba la anciana atropellada minutos atrás.

El ómnibus casi vuelca debido a la reacción del hombre, que creyó enloquecer. Volvió a mirar por el espejo y sólo encontró a los pasajeros usuales, por lo que atribuyó la visión a su estado alterado. A la siguiente curva, el rostro de la anciana volvió a repetirse en el reflejo del cristal, más claro y nítido que antes, como la prueba ineludible del crimen cometido.

El coche fue vaciándose nuevamente, pero el chofer casi no prestaba atención a los pasajeros, exceptuando la figura muda que permanecía obstinada en su lugar y se manifestaba a través del reflejo del espejo. Cuando el ómnibus estaba casi desierto, el hombre se animó a mirar hacia atrás, descubriendo que allí no había nadie junto a los dos o tres pasajeros que estaban por bajar. Al volver la vista hacia el espejo, sin embargo, resurgió la imagen clara de la anciana.

Dos paradas antes del destino, el ómnibus quedó finalmente vacío, a no ser por el reflejo insistente que el chofer observaba en el espejo. Esta vez, sin embargo, pudo comprobar a través del cristal que la anciana se levantaba de su asiento y comenzaba a caminar lentamente hacia su lugar. Se dio la vuelta, pero allí no había nadie: a través del espejo, sin embargo, la mujer seguía su marcha impertérrita en dirección a la puerta delantera. 
El conductor descuidó la marcha y miró hacia atrás con horror por última vez. No pudo ver la luz brillante, el bocinazo inesperado, el resplandor súbito y el impacto del camión que chocó frontalmente con el ómnibus. Despertó en un hospital narrando esta historia, que repitió con frecuencia hasta su muerte, ocurrida hace ya muchos años.

(Gracias a Gerardo)

El árbol del Prado

Se conocieron entre los árboles de los campos del Prado. Él pertenecía a una clase social muy baja, pero ella era adinerada, hija de una familia de alcurnia. En la época en que les tocó vivir, la década del 30, su joven edad y la diferencia social que los separaba convirtió su relación en una situación prohibida de antemano.
A pesar de ello, sus encuentros furtivos fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Paseaban a la sombra de los árboles de un arroyo Miguelete aún cristalino, bordeando luego los parques y las rosaledas del antiguo hotel del Prado. Con el verde de un barrio sin mancillar como telón de fondo, fue creciendo una pasión tan prohibida como inevitable y que jamás pudieron disimular.
Poco a poco, a medida que la relación se hacía más evidente, su presencia allí fue una mancha incómoda para una sociedad conservadora, encorsetada y llena de prejuicios. En el vecindario corrieron rumores sobre ambos, transformados luego en una serie de chistes maliciosos. Como resultado, los jóvenes sufrieron el escarnio público y una censura violenta por parte de sus padres, inmersos en el corrillo hipócrita de chismes barriales. De un modo shakesperiano y melodramático, la familia de la joven prohibió terminantemente que volvieran a verse, intentando generar en la pareja un sentimiento de culpa y una profunda vergüenza.
Un día de primavera, los jóvenes volvieron a verse por última vez en el Prado, cuando el sol caía y las sombras de los árboles jugaban con la vieja fachada del hotel. Sabían que el suyo era un vínculo que no podían mantener, y antes de perder para siempre la relación que había pasado a constituir el sentido último de sus vidas, decidieron acabar con su existencia. Se suicidaron juntos, al pie de uno de los tantos árboles, donde fueron hallados recién a la madrugada siguiente.
El árbol aún sigue en pie en esa zona del Prado, y aunque cuando despunta la mañana es imposible identificarlo, narran los vecinos que al caer la tarde, si uno se acerca lo suficiente, pueden escucharse los suspiros finales de los jóvenes amantes. Por las noches, algunas veces, aparece extrañamente iluminado y quien pasa por allí tiene la inquietante sensación de que alguien o algo lo observa, y que no es sólo el árbol lo que respira en esa zona mágica del Prado.(Gracias a Carolina, y especialmente a Néstor Ganduglia y Guillermo Lockhart, de “Voces Anónimas”)

miércoles, 6 de octubre de 2010

La casa del aguila

La casa del águila, una ruinosa construcción vacía y solitaria, domina un sector del barrio Flor de Maroñas desde hace muchísimos años. Es uno de esos caserones antiguos “cuya sola arquitectura es siniestra”, a decir de Chesterton, rodeada de un parque enigmático y descuidado.
Sobre la fachada añeja se alza la figura monumental de un águila de piedra, con un gesto amenazante y las alas abiertas. Allí permanece desde hace tanto tiempo, que los vecinos más ancianos no recuerdan el barrio sin la casa y el águila enigmática.
De día, la casa parece tan sólo un caserón deshabitado, pero en las noches de tormenta la fachada adquiere un cariz siniestro y la calma se interrumpe en el barrio. Los vecinos denuncian en esas ocasiones que varios ruidos extraños comienzan a sentirse desde dentro de la construcción: aullidos o los aleteos de un enorme animal encerrado.
La policía no suele responder a las innumerables denuncias, sobre todo después de un extraño suceso. Una vez, dos agentes fueron enviados a investigar lo que sucedía: llegaron equipados con linternas, decididos a demostrar que los ruidos no eran más que producto de jóvenes o pura psicosis del barrio. Cuando se estaban por retirar, sin embargo, un ruido de derrumbe los obligó a darse vuelta. A la luz de sus linternas pudieron comprobar cómo el águila caía desde el techo, desmoronándose en el suelo y haciéndose añicos. Se retiraron, no sin antes redactar el parte oficial dejando constancia del acto.
Al día siguiente, ambos policías fueron encerrados por “beber en horario de servicio”. Cuando protestaron, el propio comisario los condujo hasta la casa. Para su estupor, en lo alto de la fachada, con las alas extendidas y el pico abierto, el águila los miraba con sorna y ubicada en el mismo lugar donde siempre estuvo y donde permanece hoy en día.
Los vecinos, mientras tanto, tienen sus propios relatos sobre el águila que cobra vida en las noches de tormenta. La han visto moverse, aletear o levantar vuelo, entre muchas historias que remiten a la “maldición del águila”, cuyo origen es desconocido

Sobre la casa, sin embargo, hay otra historia truculenta pendiente. Fue construida por el edecán del dictador Máximo Santos a fines del siglo XIX, el general Esteban Pollo, masón en grado 33. Según algunos vecinos, dicha casa fue usada también en la década del ’70 como calabozo para prisioneros políticos, siendo testigo de varias torturas y muertes.

En las noches de tormenta, según recrea la leyenda, pueden escucharse los aullidos de los prisioneros de dos siglos, mezclándose con el aleteo monstruoso del águila de piedra, que renace cada vez que se reaviva el horror.(Gracias Victoria y Guillermo)

Nota: Por más datos de esta leyenda, así como filmaciones en el lugar de los hechos, recomendamos estar atentos a Voces Anónimas, un programa televisivo que contará con la conducción y producción de Guillermo Lockhart y Néstor Ganduglia y que saldrá al aire en un futuro próximo.
 

El retrato de la dama azul

Margarita Salvo vive, y en las cálidas noches de verano puede entreverse su sombra junto al viejo jardín de su casa en la calle Agraciada. Margarita Salvo cree vivir, y pasea su vestido azul bajo los timbó de la Avenida Buschental, como el contorno borroneado de una foto antigua. Los vecinos la ven de tanto en tanto pero jamás lo comentan, como si al mencionarla se admitiera su imposible presencia centenaria.

Margarita Salvo está muerta, pero ella no lo sabe. Repite el paseo melancólico que antaño la llevara por el Prado para devolverla al calor de la chimenea de su hogar, cuyo fuego se reaviva cuando su dueña regresa por las noches.

En los albores del siglo XX, Margarita Salvo vivía en un caserón ubicado en Agraciada casi Buschental, acompañada de una numerosa servidumbre con la que guardaba una relación de afecto poco usual para la época.
Los vecinos del barrio recordaban sus largos paseos por las calles del Prado. Todos los días, las cuatro estaciones del año, el movimiento azul de sus vestidos se anunciaba indefectiblemente por la Avenida Buschental, que solía recorrer de un extremo a otro en sus periplos vespertinos.

En el caserón de los Salvo, sobre una chimenea amplia en la sala de estar, colgaba un cuadro particularmente vívido. En él, Margarita Salvo posaba debajo de un árbol con las hojas marchitas. Era otoño, y el vestido azul de la mujer se estremecía con el viento, resaltando el color de la tela en contraste con un cielo plomizo.
Lo habían mandado pintar muchos años atrás, y desde entonces dominaba la sala en lo alto de la chimenea, donde las llamas del fuego daban una curiosa impresión de movimiento a la figura impasible del retrato.

En 1920 una enfermedad comenzó a consumir a Margarita por dentro. Recluida en su cama, rodeada por sus criados fieles y preocupados, el azul de su vestido dejó de verse en su recorrido usual de la calle Buschental. Una docena de doctores visitó el caserón de los Salvo, comprobando con perplejidad cómo la vida de la mujer se extinguía sin causas aparentes. Era una suerte de tristeza reptando desde adentro, conquistando terreno mientras Margarita parecía sufrir más el calvario de su propio encierro obligado que la decadencia de su cuerpo.

En los últimos días de octubre del ’20, los lamentos de la Dama Azul se hicieron más prolongados, oyéndose en ocasiones desde la calle Agraciada, cuando el ventanal de su cuarto permanecía abierto. Ese mismo mes, Margarita expiró sin volver a las calles del Prado. Como un guante oscuro, un profundo pesar envolvió la casa donde aún habitaban los sirvientes.

El silencio ganó poco la sala de estar, donde la figura de la Dama dominaba aún desde el retrato los largos corredores antiguos y el ventanal enorme que daba a un fondo poblado de transparentes y palos borrachos.

Dos de los criados debían permanecer en la casa con el objetivo de mantener el lugar hasta que se dilucidara su destino, evitando el abandono y protegiéndola de posibles intrusos.

Sólo permanecieron un mes. Los sirvientes narraban con espanto que solían encontrar la reja del portón entreabierta por las noches y juraban haber visto el movimiento fugaz del vestido azul alejándose por Buschental. La chimenea aparecía prendida cuando nadie había iniciado el fuego y alumbrados por el resplandor trémulo de las llamas, los criados aseguraban que el cuadro de la Dama Azul aparecía vacío en aquellas ocasiones. Allí seguían los árboles de Buschental, mecidos por el viento, pero no había rastros de su señora en la pintura, como si la figura espectral escapara del marco que la contenía.
Por entonces, el rumor comenzó a circular entre la vecindad. Algunos habitantes de la zona continuaban viendo la figura de Margarita Salvo con su vestido azul, pero evitaban comentarlo a los demás, como si el solo hecho de mencionarlo convirtiera en pavorosa y sobrenatural una situación común por tantos años.

La casa fue abandonada, el tiempo pasó, se cerraron los postigos y las rejas y lo que antaño fuera un portento arquitectónico pasó a ser un viejo caserón más en esa zona del Prado. La leyenda languideció un tanto con el transcurso del tiempo, pero jamás murió totalmente.

Hay quien narra que aún puede hallarse el portón entreabierto algunas noches, y que desde el jardín se escucha de tanto en tanto el lamento triste de Margarita. Hay quien jura que entró cuando niño en la casa, topándose con la silueta azul enmarcada en el gran ventanal del fondo, mientras un retrato vacío era testigo de la escena.

Indiferente a todo, Margarita Salvo pasea su vestido azul por Buschental y observa cómo un nuevo siglo despunta tras el trillo de sus pasos. 
(Gracias a Aurelio)

Fantasmas de octubres

Dentro del espacio Leyendas Urbanas inauguramos un especial de fantasmas para octubre, mes de Halloween, intentando dar caza a los más famosos espectros que recorren los rincones del país.
La dama de blanco 
Como un espectro pálido de antaño, la figura de la dama de blanco se cuela en varios puntos del país y la capital, abarcando en los vaivenes de sus viajes tanto a Rocha como a Montevideo. Su historia siempre es trágica, a tal punto que hay quien dice que existe una sola dama de blanco en todo el Uruguay, repartiendo su tristeza en un itinerario interminable por nuestra tierra.

En Salto
Entre las calles Zorrilla y 19 de abril, detrás del Museo del Hombre, hay una plazoleta que esconde una locomotora antigua y varios juegos para los niños. Por la noche, sin embargo, los viejísimos árboles del lugar y los ingenios mecánicos para niños -olvidados en las penumbras nocturnas-, forman sombras grotescas y lúgubres.
Cuando en las noches de invierno las calles quedan completamente desiertas, una muchacha joven, vestida de blanco, aparece en la plazoleta. En ocasiones, la figura espectral tiene una horca al cuello y su sola presencia da un susto de muerte al transeúnte despistado.
Recorre esas calles desde principios del siglo XX como resultado de un amor imposible, fuente inagotable de nuevos fantasmas. Enamorada de un obrero pobre de AFE, su familia de alta alcurnia impidió que se casara con quien consideraba su verdadero amor. Una fría madrugada de invierno, ensombrecida por el pesar, se dirigió a la plazoleta y se ahorcó de la rama de un árbol. Su silueta puede verse aún hoy en día, cuando el frío la obliga a recorrer la plaza con la cuerda al cuello.(gracias a Sebastián) 


En la Costa de Oro

En las playas que van de Araminda hasta Los Titanes suele verse, de acuerdo al testimonio de varios personajes, la figura de una dama de blanco a la orilla del mar, generalmente cuando despunta la madrugada.

Entre varios relatos del avistamiento recogimos el siguiente. Diez años atrás un grupo de jóvenes salía de bailar de un boliche en Araminda, emprendiendo el regreso por la playa. En un momento determinado, tres de los jóvenes quedaron relegados en el viaje, cuando uno de ellos notó algo extraño en el agua. A unos cuantos metros de la orilla, con el agua a la cintura, una mujer de blanco oteaba el horizonte.

Mientras todos observaban, la mujer desapareció súbitamente, en forma que ninguno de ellos puede explicar hasta el día de hoy. Quisieron entrar al agua, creyendo quizá que la joven estaba ahogándose, pero el susto de la situación -potenciado por la noche cerrada y la visión extraña- hizo que decidieran echarse atrás.

En la zona se cuenta que aquella figura fantasmal no es otra cosa que el espíritu de una mujer ahogada, cuyo cuerpo jamás pudo ser encontrado. Narran que los espectros de quienes perdieron la vida en el mar regresan cada tanto, como si pasearan indolentemente a orillas del mar que les quitó al vida.
(gracias a Juan Andrés)

En Soriano
La ciudad de Mercedes también tiene su pálida visitante. Donde actualmente se encuentra el museo paleontológico del lugar, se erigía el castillo del Conde de Mauá, cercano a un puente antiguo.

Algunos habitantes de Mercedes afirman que una figura espectral, en la forma de una dama vestida de blanco, visita la zona desde principios del siglo XX. Al parecer, la joven habría hallado la muerte en el puente que conducía al viejo castillo, y desde entonces los viernes a la medianoche la mujer asoma en el puente, reviviendo los minutos fatales de aquella hora ya lejana.

(gracias a Fiorella)


En Rocha
El paseo de la dama de blanco la lleva en ocasiones hasta Rocha. La joven recorre el camino de La Paloma hasta Cabo Polonio, en una versión menos inofensiva que las anteriores

Cuando algunos hombres infortunados cruzan las dunas enormes por las noches, pueden toparse con la aparición de una mujer de blanco de aspecto lúgubre. Se dice que quienes la encuentran y sostienen su mirada no vuelven a ser vistos con vida. En La Paloma aseguran que ronda el mítico faro del lugar, cuando cae la noche.
(gracias a Daniela y Felipe)

En Montevideo
Los 21 de Junio de todos los años un hecho curioso se repite en la rambla del Buceo, perceptible sólo para algún transeúnte aislado que se encuentre allí a la hora indicada.

Una muchacha atraviesa corriendo la rambla, cruza la arena y se arroja al agua. Allí permanece boca abajo mientras se aleja en el mar, hasta que desaparece. En el Buceo se cuenta que es el espíritu de una joven que se suicidó por amor y que no logra descansar en paz, lo que la emparenta con las innumerables damas espectrales que recorren el país.

Tiene el pelo rubio, es pálida y viste de blanco. Falleció un 21 de junio hace mucho tiempo y vuelve a revivir su muerte cíclicamente en la fecha mencionada. Quien se acerca a ella, se ha dicho, corre el riesgo de terminar en las aguas del Buceo.

Apariciones y aparecidos

Cuando las leyendas se vuelven rurales
A pesar de ser un espacio dedicado a las leyendas urbanas, nos permitimos derivar en esta edición a los cuentos rurales, por compartir a veces la forma de propagación con su pares citadinos. Como diferencia, puede notarse que la mayoría de los relatos versan en estos casos sobre apariciones, aparecidos u otros fenómenos sobrenaturales.


La leyenda del carruaje de San Borjas
En Durazno cuentan que en la primera luna llena luego del 12 de octubre (fecha de fundación de San Pedro del Durazno), aparece una carreta humilde en el transitado Puente de San Borjas. Nada de esto sería extraño si no fuera porque los pasajeros de tan desacostumbrado vehículo no pertenecen a esta era ni a este mundo.

La noche de la fundación del poblado, una mujer y sus tres hijos decidieron asistir a la gala brindada en la villa del comandante Fructuoso Rivera. Cuando llegaron al puente de San Borjas el río, embravecido, comenzaba a desbordarse.
La mujer se atrevió a cruzar de todos modos, pero la carreta no resistió el empuje del agua y se ahogó junto a sus tres hijos. Los cuerpos fueron hallados en la primera luna llena después del suceso. Desde entonces, aquellos que cruzan el puente se topan con la espectral visión de la carreta y sus cuatro fantasmagóricos ocupantes, mientras la luz de una redonda luna tiñe de sombras blancas el departamento de Durazno. (gracias a Beatriz)

La leyenda de la taba
Durazno parece un lugar particularmente apto para la fermentación de leyendas. En Arroyo de los Perros, ubicado en dicho departamento, una historia subsiste desde los tiempos en que la esclavitud aún era permitida.

Un estanciero, que trataba cruelmente a sus esclavos, decidió una noche de alcohol jugar a la taba con su lacayo mulato. Este último estaba con gran suerte esa noche
y fue ganando poco a poco una gran suma de dinero a su patrón. Éste, acongojado por haber perdido contra su propio súbdito jugó una última vez y apostó todo su capital, incluso el campo. El mulato se vio favorecido una vez mas y ganó la propiedad, a lo que el estanciero, hombre fiel a su palabra, entregó sus pertenencias.

A la noche siguiente, sin embargo, el patrón no fue capaz de asumir la afrenta, se presentó en el nuevo aposento del esclavo y lo asesinó a puñaladas. Muda testigo de los hechos, la taba permanecía sobre la mesada de mármol en la cocina de la estancia, donde se consumó el crimen.
Cuando el estanciero recupera sus bienes decide enterrar la taba que tantas penas y apremios había causado. A la mañana siguiente, sin embargo, volvió a parecer en la mesada, imperturbable. Una y otra vez sucedió esto, como acusador recordatorio de lo sucedido.

El hombre optó por guardarla con llave en un baúl y despidió a todo aquel que conociera su historia, desconfiado de una broma recurrente. La taba, no obstante, seguía apareciendo...

Poco tiempo después el estanciero fue hallado muerto, aparentemente por mano propia y a causa de la aparición pertinaz del endemoniado objeto, que desde entonces no volvió a reaparecer.
(gracias a Beatriz)

Mentiras caseras

Accidentes míticos y mitos accidentales
Las leyendas urbanas no siempre tratan de fenómenos espeluznantes o apariciones misteriosas que ocurren en determinados puntos de la ciudad. Pequeñas historias que circulan como ciertas, referidas a accidentes o determinados sucesos comunes, frecuentan el folklore urbano desde hace tiempo en variantes bien uruguayas. Aquí va un popurrí de algunas de las más populares, que todos hemos sentido alguna vez.


El microondas secador
Cuando los hornos microondas recién habían llegado al mercado y la gente desconocía bien su funcionamiento (junto a las dudas y posibles riesgos que presentaba un sistema innovador de calentamiento) se hizo popular la siguiente macabra historia. Una joven se lava la cabeza antes de salir a bailar, y en su apuro por llegar a tiempo a su cita decide secárselo con el maravilloso y ultra rápido horno microondas. Gracias a un destornillador logra burlar el sistema de seguridad e introduce su cabeza en el horno mientras lo pone en funcionamiento. Pocos minutos después fallece, ya que como es sabido los microondas calientan los objetos de adentro hacia fuera, causándole daños irreparables en el cerebro al secarlo completamente.
(gracias Silvia y Hugo)


Los magníficos secuestradores
Si bien los secuestros configuran en la Sudamérica de hoy una realidad triste, allá por las décadas del ’80 y ’90 circuló en Uruguay una leyenda que jamás pudo probarse y cuyos detalles eran demasiado cuidados para ser verosímiles. La historia aconsejaba tener especial cuidado con las camionetas negras (al estilo Los Magníficos) y de vidrios polarizados, ya que se dedicaban al secuestro organizado de niños con equipos muy sofisticados. Se decía que rondaban las escuelas, lo que en su momento generó un cuidado especial en madres y padres, a pesar de no comprobarse jamás la existencia de dichas supercamionetas.
(gracias Carlos, María)

El perro dientudo
Una persona compra un perrito pequeño y extraño (pero de aspecto simpático) en la feria de Tristán Narvaja. Lo lleva para su casa y le dispensa el mismo trato que a cualquier can, pero con el tiempo, sin embargo, nota extrañada que el perro no crece. Como se alimentaba en exceso para su tamaño decide llevarlo al veterinario, que luego de examinarlo aclara que se trata de un tipo de rata gigante muy extraña, llegada del África o Asia y traída probablemente por algún tripulante de un barco extranjero. Esta leyenda circula en forma casi idéntica en todas partes del mundo cambiando el origen de la rata peluda (generalmente es de Haití) y la forma en que se adquiere, ya que a veces se la encuentra en las aguas del puerto.
(gracias Mariela y Cecilia) 


Las tazas de Piedras Blancas 
Un hombre descubre que le robaron una de las cuatro tazas del auto, y como se trata de un coche lujoso pero un poco antiguo descarta la posibilidad de conseguir una nueva. Se decide por ello a ir a la feria de Piedras Blancas, famosa por la venta de objetos viejos y robados. Va hasta allí con su auto, estaciona y comienza a recorrer el lugar. Después de dar vueltas un rato queda maravillado al descubrir entre varios puestos la taza del modelo que busca (de hecho hay más de una). La compra y regresa a su auto, sólo para descubrir que le faltan las tres tazas que aún tenía en su coche y que acaba de comprar justamente una de ellas, robada hace pocos minutos en la misma feria. 
Este relato es contado en primera persona (o en formato ADUA) por tantas personas que se constituyó a esta altura en un mito, más allá de las posibilidades de que algo similar ocurra.


El robo sospechoso
(Conversación entre dos personas)
- ¿A qué no sabés lo que le pasó a una amiga mía?
- ¿Qué cosa?
- Venía del trabajo en auto y al doblar la esquina se encuentra con un camión de mudanza parado en su propia casa. Con asombro se da cuenta que le están desvalijando la casa entera.
- ¿Por qué no bajó o hizo la denuncia?
- No, decidió seguirlos con el auto para ver adónde iban y luego hacer la denuncia. La cosa es que va manejando detrás de ellos con cuidado, y después de dar varias vueltas... no sabés adónde llega.
- ¿Dónde?
- Entra en el fondo de la comisaría

Gracias al usuario Leonardo, que escuchó esta historia (en forma similar a la relatada) dos veces en menos de un mes. Es un cuento bastante popular y que circula como cierto, a pesar de la imposibilidad de que le haya sucedido a tantas personas de la misma forma. El final de esta historia (que no es sólo uruguaya) generalmente no se cuenta, lo que no deja de ser extraño.

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